Donde el mar no se puede concebir
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Y el alcalde, como si de un prestidigitador se tratase levantó el pañuelo y descubrió una ciudad sin obras
Y la gente alborozada eructó un ooooohhhhh admirativo. No estaban seguros de que esa fuera su ciudad, pero era bonita en cualquier caso.
Y la dirigente de la oposición graciosamente invitada buscaba desperfectos que echar en cara en próximos comicios, radiante, eso si.
Y el obispo exclamo cachis añorando otros tiempos en los que la gente decía oooooohhhh cuando el hablaba
Y las prostitutas no decían nada. Les habían llevado a tropecientos kilómetros de distancia de cualquier retina inmaculada que pudiera anhelar sus servicios.
Y los carteristas decían ooooohhhhh mientras robaban la cartera a un señor que decía ooooohhhhh y me metía mano a su señora que decía oooohhhhhh mientras tenía sueños húmedos con el Paul Newman ese.
Y el alcalde sonreía. Y sonreía su mujer y sonreían los concejales. Y espontáneamente eructó un discurso y la gente volvió a exclamar oooohhhhh, tan sagaz y ocurrente fueron sus palabras. Nunca más una ciudad conquistada por las máquinas. Los ciudadanos, como la ley natural dicta, ya son dueños de su ciudad. Y todos oooohhhh para aquí y oooohhhh para allá. Tranquilos y tremendamente satisfechos del tiempo que les había tocado vivir. La guerra entre las excavadoras y el hombre la había vuelto a ganar el hombre.
Si no fuera porque en un recóndito lugar de la ciudad los obreros habían olvidado cementar una pequeña zanja. Nada importante comparado con todo lo demás, sólo una minúscula grieta en la que se habían modificado algunos detalles de la red eléctrica del barrio, “para mejorarla por supuesto”, aseguraba el concejal de urbanismo. Entusiasmados por el evento, los operarios habían olvidado sus cometidos y habían acudido en masa a la GRAN INAUGURACIÓN sin que se les pasase por la cabeza el tremendo error que habían cometido. La pequeña zanja hija legítima de dos gigantescas excavadoras que trabajaban en el ramal de la carretera de circunvalación que “expandiría el desarrollo comercial del barrio, de la ciudad y del país hasta límites i-n-i-m-a-g-i-n-a-b-l-e-s” y que estaba cristianamente bautizada por el obispo en un ataque mitad de cuernos mitad de cierto desequilibrio mental, había contemplado el esplendor de otros tiempos en que las máquinas caminaban entre los hombres y la dulzura con la que sus padres le daban un beso de buenas noches. Pero, sin solución de continuidad ni advertencia alguna, también había asistido entre espeluznantes gritos, a la masacre que aquellos seres tan blandos y tan bípedos había cometido en tan poco tiempo, mutilando poco a poco a su papa y a su mamá hasta convertirles en nada.
Frío era su rencor y larga su inteligencia, por eso esa misma noche despertó al martillo neumático que dormía a su lado, a un par de vallas que le protegían y a un pequeño y enternecedor escoplo que nadie sabía que hacía allí y del que incluso sospecharon al principio si no podía tratarse de un agente infiltrado, y les empezó a contar futuros grandilocuentes libres de seres humanos, en el que la zanjas, convertida en abismo, dirigía un mundo en el que las taladradoras, tuneladoras, apisonadoras y demás plebe podrían vivir y asfaltar en paz. Y los útiles que le escuchaban, le creían y rumiaban su venganza, que a no mucho tardar llegaría.