Metamorfosis modernas
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Sola mientras cruza la calle, sola en medio de la gente y de la vida. Busca palabras. Cuesta tanto...
Es solo que me siento poco y menos y basta que haga algo, para sentirme nada.
Nadie le ha escuchado. Los hombres siguen mirando a las mujeres sin llegar a verlas. Las mujeres siguen mirando al suelo sin saber que están pisando. Bufff. Cuesta demasiado.
Se que estoy hablando más bajito pero no puedo evitarlo y que ahora será más complicado aún que me escuchéis y me quitéis la insoportable alianza que han firmadola angustia y la bilis. Todos cometemos fallos pero los fallos no importan si no hay miradas que los reprochen y para eso tendría que arrancarme los ojos, tapiarme los oidos. Me duelen tanto los demás que me obligan a que yo me duela...
Nada. El mundo gira ajeno a sus desdichados. Las nubes se deslizan y hay un sol que no se atreve a calentar. Nadie mira mientras ella ve.
Ya solo soy un susurro. La garganta es ahora un agujero que se come lo que pienso. Comienzo a agacharme, a desear que el suelo me cobije. Y se que me equivoco, que yo soy yo y mis circunstancias, que jamás hice daño consciente salvo a mi misma, que soy diosa y atea vaya por Dios, pero no puedo remediarlo. Porque miráis, ¿por qué escucháis siempre, salvo cuando os pido ayuda?
Hay gente que se detiene a observarla. Incluso brotan un par de lágrimas anónimas. Se morirían por atraparla, llevarsela lejos de los indiferentes y desprogramarla, curarla de si misma y dejarle que le despierte la luz, la de las estrellas, la de los ojos que claman por su cuerpo. Sin pensar, sin quemaduras. Solo algó de luz y mucho de mantas. Un caldo caliente, quizás, puestos a ser codiciosos, un abrazo.
Pero ella no lo ve. Coge las piernas entre sus brazos y ya solo atiende al asfalto que la devora. No puede hablar y siente como la garganta se le llena de pelo y la piel de una pelusilla suave. No deja de pensar que es posible que sea su error más último. Se devana, se contorsiona. El cabello enredándose en los pies, los intestinos abrazándole el vientre. Lass uñas se ensedan, los ojos se le apagan.
Una señora se encuentra un ovillo de lana verde sobre un paso de cebra. Se lo lleva a su casa y le hace una bufanda a su nieta. Cuando la adolescente se la coloca sus balbuceos quejosos se transforman en fehacientes muestras de agradecimiento asombrada de lo bien que puede vivir una debajo de aquel abrazo. Ya nunca le separarán de su caricia, piensa.
Pero el dueño de las lágrimas no consiente y envidia y anhela y no puede tolerar que las cosas acaben de esta guisa. Por un día le da por el optimismo y, a la espera de que el mañana pueda desdecirle, gesticula un poco. Entonces la lana retorna a su condición de mujer, deseada para más señas, y se intercambian los oficios. Él, bufanda de rayas de colores y ella, sujeto pasivo de la oración acariciada (a Dios o a la gramática, siempre a ella) y le jura que ya está que todo está bien, que le promete que no es en sueño en lo que viven y que todo se ha arreglado, por mucho que no esté seguro de si está mintiéndose a sí mismo. Comienza a sospechar que no es más que un personaje y abriga la semilla del resentimiento hacia su creedor. Es posible que todo acabe en tragedia, si, ¿pero quíen se acuerda de esas cosas mientras tiene lo que desea?.