El centro del lago de la luna

Una pequeña Republica del desconcierto y la desazón.

sábado, enero 14, 2006

Historias mínimas


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La Musa de Sal hablaba. Hablaba por temor al silencio, por horror vacui, por no pensar hablaba.

Conducía. Trescientos kilómetros hasta la cala más próxima. Tres horas con un poco de suerte y el mar. A su lado, el chico. Dos meses. Dos mesés mirándose, dos meses viéndose, en cafés, en restaurantes y en la cama. Dos meses hablando, ella, callado él, mirando al plato o al escote o a los ojos. Callado siempre callado. Al pincipio fue lo bueno que estaba y después... bueno, por más cosas que no se atrevía a confesar a nadie. El la acariciaba y le daba abrazos y nunca pedía nada. Ventajas del silencio.

El miedo de querer que le asaltó de repente, y que ahora le obligaba a decir cosas sin importar cuales. El miedo de quererte, el miedo de que no me hables. El terror a que no me quieras. Siempre el miedo, el puto miedo. Le propuso un viaje porque no se le ocurrió otra cosa. Al mar le dijo y el respondió con un Vale que no sabía a nada sin tocarle la punta de la nariz o sonreirla o decirle que no.

Desde entonces sin dormir y mientras conducía, hablando. El miedo, siempre el miedo. De lo que harían mañana, de unas calas estupendas al norte, de un museo del mar, de que comerían, de que cenarían o del desayuno. Hablaba. Hasta que el habló. Nunca supo porque ni la diferencia

Me gusta esta luz. Pausa. Me gusta que conduzcas descalza. Pausa. Me gusta como te huele el pelo. Pausa. Y la música. Pausa. Y tu escote. Pausa. Y tu. Y no volvió a hablar en todo el viaje, ni ella tampoco. Bajó la ventanilla. Afuera ya no hacía miedo. Amanecía.

lunes, enero 09, 2006

Para oir mientras se lee


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Así empezó todo




Voy conduciendo en uno de esos días que del sol, ni la sombra y en que, como el campo no tiene muy claro si prefiere ser verde o estar triste, se reparte por ambas facetas equitativamente. Nada asombroso podría pensarse que ocurriese. Hasta que ocurre.

La Enorme Nube que hace apenas un instante corría desbocada por el cielo, se detiene, hace una reverencia, sonrie, hincha los carrillos y suelta una, dos, diez notas, una, dos, las diez sílabas de una palabra que forma parte de una frase que bastaría entenderla (lástima de oidos), para ser inmediatamente felices, ahí es nada.

Y no esta sola. Prestas en su ayuda acuden Una, Dos, Tres, Cuatro y Seis nimbos (Cinco, espíritu inquieto, esta en un lejano desierto, de misión humanitaria) y rodean a la Nube Enorme y silban, con timidez y con acierto, y pronuncian incoherencias que sin embargo tienen sentido. El mundo se estremece y el ritmo apenas ha dado comienzo.

Otra nube de natural cenizo, de carácter gruñón, poco dada a las efusiones y de aviesas intenciones y aspectos, sonríe. No puede acordarse cuando fue la primera risa incluso duda de que haya habido alguna otra, pero no puede resistirse a contribuir y contribuye. Deslumbra al mundo con gigantescos rayos que chocan contra las chapas metálicas de una obra cercana. Parecen patillos, pero yo se que no lo son.

Los patos demoran su éxodo. No todos los días hay función o asombro, así que sacan las pequeñas trompetas que guardan de contrabando entre el plumaje y pulsan delicadamente las valvulas con la punta de sus alas, hasta que se les mete el vértigo en el cuerpo y se les escapa el sudor y se miran y se sonríen y tocan, tocan, tocan, porque en eso momento no podrían ni sabrían hacer ninguna otra cosa. A veces pasa.

Y no estan solos, que el mundo se contagia. Millones de estorninos de todo el mundo buscan pareja entre la multitud para bailar a ritmo de fox trot enloquecido, arrimando pechuga, restregando genitales, arriba y abajo, todos a la vez y el cielo loco, y con él mis ojos que ya no caben.

Los hordas de los sobrenatural no son menos y cientos de querubines que ya casi son ángeles, que son greñudos y morenos y gastan pelusilla sobre los labios y no saben de imágenes sacras, apuran sus últimas horas de soprano (algún que otro gallo se les escapa) y suspendidos en el aire y sorprendidos de la locura, cantan notas sin sentido que les hacen reir y desprenderse del miedo. No es fácil tener adolescencia y no tener sexo.

Y el mundo entero convulsionado. Las briznas de hierba que esparcen rumores de que si esto sucede es porque Él está dormido. Los postes de la luz que saltan todos al compas para evitar electrocutarse con los cables. Las señales de tráfico que se inclian burlonas a mi paso. Las piedras de una muralla lanzándose contra la muralla vecina a ver quién derriba antes a quien. Todo es música y nada es yo.

Y llega la calma. El Mundo Entero pendiente de las últimas notas que la Enorme Nube promete oferecr. En el silencio del cielo, si cabe impacta más verla, poniendo la lluvia en cada momento, mirándonos a todos sin vernos. Genial, inmenso, todos aplaudem, chillan los estorninos y las flores que el invierno respeta. El viento juega con las hojas caidas, las derrama por el cielo como si fuera confeti o fuegos artificiales o heramientas de fiesta. Todo, todos, vuelve, vuelven a ser explosión. Los Nimbos que revolotean y se acuerdan de su hermano solidario y lloran. Los patos que gritan que siempre les quedará África, los destellos del cielo, los embates del viento, los espamos de la hierba, el corro de la luz, la guerra de las piedras. Todo es música y diferencia. Ay de aquel que no sepa morir en una canción, parecen decir.

Y poco a poco se despiden y se juran que volverán quien sabe si cada año quién sabe si cuando surja, que el tiempo siempre es cosa distinta según sea quién lo mida. Y ahí me quedo yo, conduciendo un coche rojo en medio de un mundo nublado, preocupado por la locura o más aún por si lo que vi, pasó. Llego a mi casa y aún no se la respuesta, aunque me la imagine.