Huecos
Me ha pasado en una calle. En una de esas sencillas, sin nada en especial con sus ansias de gobierno en señales insignificantes, con sus playas debajo de los adoquines prestas para la revolución, con sus vidas leves y alguna que otra muerte por infarto. Nada grave. Sin palacetes, ni ayuntamientos, ni estadios de futbol ni museo de la ciudad. Sin verdades ni mentiras, sin grandes palabras o serias conversaciones. Una calle sin alcurnia de conversaciones corridas, papeleras sin papeles, pensamientos que no suenan... una calle. Justo esa que me vió transformarme en hombre hueco.
Empezó como un retortijón que me hizo buscar un bar, uno un poco puesto, de baños adecentados y asépticos, con olor a ambientador de 4 euros, a imagen y semejanza de una calle sin Dios. Pero no, no era una simple colitis, no era una úlcera, tampoco una hernia de hiato... era un hueco. Y no me debería haber sorprendido, que ya sabía yo que las grandes pasiones no se llevan bien con el estómago, pero estas cosas aunque las veas todos los días en el telediario siempre piensas que a tí no te van a pasar. Así que cuando me eche las manos a la barriga en inequívoco gesto de dolor de panza me encontré, bueno, el problema es que no me encontré con nada. Las manos atravesaron mi cuerpo y acariciaron mi espalda y un par de rayos de sol asesinaron mi sombrea que ya no era sólo negra. Y antes de que diera por pensar en la muerte y otras trascendencias, sentí en la espalda un fuerte tirón y caí sobre la acera, grís y sucia como fue concebida, sin importarme las manchas ni el proceso de lavado. Ya no tenía pecho y aunque quede feo decirlo, tampoco genitales. Ni espalda más tarde. Ni piernas. Bueno, ni nada. Y ni siquiera es que me hubiera convertido en invisible, que sus ventajas tiene, es que lo que yo era se volcó, desintegró el contorno, como explicarlo. Un hueco, hice un hueco, no, mejor dicho, que soy un hueco, y como explicarlo
Ah ya se como hacerlo. Sobre lo que yo era se hizo un agujero en la calle, en esa sencilla. Un agujero con forma de círculo y una ancianita, adorable como no podía ser de otra forma, que con la vista en el suelo caminaba detrás de mí, cayó a mis entrañas y sono plof. Quise amortiguar su golpe lo juro, pero no logré evitar que se rompiera dos costillas. La vieja, que ya no anciana, se puso a gritar en hebreo, mentó a mi madre, a mi padre y a familiares que yo no conozco. esta juventud, esta juventud respetía tenazmente. Resulta que no era tan adorable, que me pegó sin compasión y que como consecuencia de sus gritos acudieron tres patrullas de bomberos, dos de la guardía civil, una ambulancia del samur y un quioquero que se aburría por allí.
A la vieja la sacarón. A mi me pusieron una cinta de adorno preciosa que ponía peligro prohibido el paso y como resulta que la gente comenzo a arremolinarse en torno a mí y los hijos de puta, vueltos de espalda me tiraban monedas pidiendo deseos (que por supuesto no concedí) el ayuntamiento ordenó acabar de inmediato con esos conatos subersivos (temerosos quizás de que alguien se asomase y encontrase la playa). Así pues dos operarios con aspecto de sepultureros me pusieron un sombrero hace dos días, que es como yo le llamo a la infecta tapa de alcantarilla con la que me lapidaron, de esas que te quitan el sol y, por que no decirlo, la riqueza. Cuando hablo suena eco, y tengo mucha hambre y porque no decirlo me siento sólo, que es lo mismo, o poco menos, que sentirse vacío.