El centro del lago de la luna

Una pequeña Republica del desconcierto y la desazón.

sábado, marzo 18, 2006

Blasfemias

Esto es parte de algo bastante más largo
que dice que hay mujeres (y hombres)
que no se conforman con sobrevivir
que se protegen de cualquier manera
contra este mundo de mierda
Y que encuentran en pequeños rincones
la vida y las razones.

Ella las encuentra en su casa.

Sed felices




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... y es que la Mujer Niña acarreaba consigo la tétrica losa de hacerse mayor, un sordo resentimiento que ni ella misma sabría explicarse y que siempre amenazaba con convertirse en grito. Pero todos los días regresaba de allí, del mundo de los maduros que fuman aire, del clan de los negocios responsables. Volvía a su hogar, a su refugio, a su chistera. A él. E introducía la llave con cariño en la cerradura del paraíso y le recibía un soplo del aire fresco de las ventanas cerradas.

Una sombra se abalanzaba ansiosamente sobre ella. Era él. Su bohemio. Su inútil sueño. La deshonra de la familia y el único madero que flotaba en su mundo. Desaliñado, con afán adolescente y nula perspectiva del tiempo, de la vida o de la muerte, esas tres putas que vendieron su alma y claman su venganza contra los pecadores mortales o los mortales pecadores. Siempre con ese libro pendiente de un final, que empezó antes de cualquier día y que perpetuamente estaba a punto de terminar. Un mes y ya está. Siempre un mes, siempre el mismo mes. Y ella "no, no, no lo termines, no lo acabes nunca, no trabajes, no salgas nunca de aquí, solo mírame a mi, solo imagínate las caricias en mi cuerpo. Delante de la luz sólo hay mentiras. Un libro terminado es un primer paso hacia el precipicio. El de los editores que no leen o que leen y piden, el de los lectores que no entienden, el de los que entienden demasiado. Hay que estar muy loco para querer ser un genio". Ella le quería parasitario y medio bobo, como un rey, como su rey.

Comenzaba el ritual. El sumo sacerdote de la calma le robaba los zapatos y los transformaba en pies entre sus manos arrugadas. Le reprochaba las medias (que eso era de snobs y de liantas) y las arrugaba lejos de ella. Besaba las marcas que el elástico había dejado en la piel y susurraba, blasfemia, y le daba un beso en la rodilla y los días en que solo había cansancio y agonía, otro en cada uno de los gemelos. A veces mantenía con ellos conversaciones que sólo el oía y sobre las que ella nunca preguntó, rendida de silencios. Le desprendía la chaqueta. Le lamía los párpados y se bebía la tristeza, le doraba las mejillas con la yema de los dedos, las mesaba, las envolvía. Le decía guapa antes de atraparle los labios, de darle un beso imaginario, de decirle. Ya pasó todo, ya pasó. Un botón, dos botones, tres botones. A veces canturreaba, a veces reía, mientras ella, extasiada, no podía concebir como el mundo podía tener techos o puertas.

Se quedaba embobando mirándole las tetas. Acercaba un dedo al pezón, lo tocaba y lo apartaba, lo volvía a tocar y de inmediato volvía a retirarlo. Como si fuera el mar. No quiero mojarme los pies decía. Siempre lo mismo, la misma broma convertida en hoguera con la que calentarse el alma. La falda no tardaba en seguirle el rastro a sus vecinos, todos amontonados en el suelo, condenados a la distancia, obedientes y callados como niños buenos. Le hacía el amor despacito. Le decía ya pasó todo, ya pasó todo, y ella lloraba dulcemente, reventada de felicidad y de placer. Le daba un beso en los ojos. Ya se fue le decía. Y se lo llevaba. Le robaba la angustia y nunca consintió en devolvérsela.

Se iba a traerle la cena que le había preparado durante la tarde, y se detenía en cada uno de los caprichos que le había cocinado, explicándoselos minuciosamente, y le contaba el párrafo que había escrito y el párrafo que había arrancado, en medio de una infinita sonrisa de pánfilo. Y le hablaba. Del mercado, de judías verdes o de la portera. Y daba igual de lo que hablara. Daba igual. Ella comía lentamente y le miraba sin decir nada porque sencillamente no podría. Blasfemia podría haber pensado cualquiera sin que le hubieran faltado razones...

miércoles, marzo 15, 2006

Julieta


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- No es que nieve. Es que a la luna le acarician la tripa con un rayador de queso

Y desde que ella dijo eso sin apenas mover los labios, como si no hubiera sucedido nada, mientras los dos mirábamos como bobos el cielo y las copas de los árboles, yo supe que estaba condenado a amarla por el resto de mis días.

Así que le pedí a las estrellas fugaces que rasgabanel cielo que en el mismo instante en que abandonase el carrito, desde el mismo momento en el que aprendiera a hablar, justo cuando dejase las papillas y me hartase de filetes cortaditos con tijeras, me permitieran humillarme delante de sus pantorrillas gordas para ofrendarle mi alma sin voluntad de precio.

Lastima que mi mamá y su mamá que hablaban sin escucharse, sentadas en el banco del parque, advirtiesen el peligro de los amores eternos y con cajas destempladas nos jodieran el romance, separándonos eternamente. Ella sacó su manita de nieve de la carriola y abriéndola y cerrándola, se despidió de mí rompiéndome mi pequeño corazón. Nunca más volví a verla aunque en secreto sigue siendo la mujer de mi vida y cada vez que una estrella fugaz se muere, en mis entrañas nace una alegría que no comparto con nadie.