El centro del lago de la luna

Una pequeña Republica del desconcierto y la desazón.

miércoles, agosto 29, 2007

Alaska sin doctor

Desde que recuerdo vivo en Alaska.

Mi madre dice que desde que nací, pero a saber si eso es verdad o cuento. El caso es que un día me desperté siendo niño y viviendo aquí. Los ríos llenos de peces, los abetos interminbles, los ríos llenos de agua, los pinos sin final, por todas partes ríos, por todos lados árboles.... Alaska en estado puro. Los inviernos llenos de blanco y los veranos verdes. Algo de gris se cuela cuando las nieves se resisten a desaparecer, pero cinco o seis días nada más. Todo lo demás belleza. Y aburrimiento, todo sea dicho.

Por eso, cuando apareció ese color marrón sobre todas las cosas, los alasqueños nos empezamos a preocupar. Nunca sabes de la importancia de las cosas hasta que dejas de tenerlas y al parecer que al blanco le sucediese el verde y al verde el blanco, era una de esas.

Fue a primeros de invierno cuando ya todo tenía que permanecer quieto y callado hasta el verano siguiente y el que más y el que menos barruntaba emigrar a Florida o jugueteaba con la suave idea del suicidio. Ese día en el que la nieve amaneció más oscura que todos los días de todos los años. Ese día estaba... sucia. Y eso que aquella noche había caído más de un metro y debería haber lucido radiante sobre aquella extraña mañana de sol, pero no sólo no brillaba, sino que se apagaba más y más con los días. Y curiosamente nuestro ánimo se marchitaba a la par y las conversaciones del conserje eran cada vez más mustias y los olores de los bares de madera menos familiares y las piernas de las animadoras más torpes.

Los ríos parduzcos, los árboles de un chocolate que no se dejaba comer, incluso los perezosos que demoraban más de la cuenta su laxitud al aire libre, se volvían de ese color más próximo a una mierda sin sustancia que a ninguna otra cosa de mejor aspecto. Los servicios de limpieza, que al principio se afanaron en devolvernos los colores, pronto se dejaron arrastrar y se volvieron igual de sucios. La gente dejó de ir a trabajar. Las parejas más ardientes ya no se frotabanen las escaleras. No había niños en el parque y las declaraciones institucionales de calma pronto dejaron de emitirse por la radio.

Llegaron expertos de todo el mundo para desentrañar el misterio de aquella arenilla que nos había vuelto polvorientos. Científicos que lo vinculaban al cambio climático, ecologistas que lo atribuían a los pozos petrolíferos, parapsícologos que veían ovnis noche si y noche tambíen. Gurus y misioneros que hacían ver la mano de Dios en todo esto. Me aburría lo suficiente como para dar más crédito a estos últimos que a los anteriores y por eso que me dio por mirar hacia arriba en lugar de a las profundidades, para buscar respuestas y recuperar las oraciones que tenía olvidadas en un bául del desván de la casa de mis padres.

Quizás si no hubiera mirado el cielo no hubiera entido tanto horror segundos antes de que todo terminase. Vi la gigantesca mano (de dios o de un señor o señorita muy grande) atravesar el cielo para apartar la mugre y con ella se nos llevó a todos nosotros, lo cual no me extrañó demasiado, para que nos vamos a engañar.

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El hombre se percató de que su hogar requería un buen lavado cuando al pasar por descuido la mano sobre el globo terraqueo que decoraba la mesa de su despacho, la encontró llena de polvo. Coño, he limpiado Alaska, se dijo a si mismo, siempre he querido ir por allí, pensó mientras se iba a buscar un trapo. Igual el verano que viene.