Regalos. Por el Principito, Habana Blues y el Ron de la República
Es posible que tarde un poco el siguiente post. Son fechas arduas e intensas y no me da tiempo a sentarme y dejar que los dedos se acerquen a vosotros. Pero por los vuestros me seguiré pasando. Me ha dado por acordarme del verano, fíjate la tontería, con lo lejos que queda y esto es el resultado final. Es largo pero hay tiempo. Sed felices. El año que viene seguro que será mejor. Palabra de mago que no existe que intentará intentarlo.
Ve y mira nuévamente las rosas.
Comprenderás que la tuya es única en el mundo.
Volverás para decirme adios y te regalaré un secreto.
El zorro al Principito
Margarita nació un día cualquiera de esos que nadie recuerda si fueron de sol o de nubes. Margarita le pusieron y nació por ello o por otra razón cualquiera, indecisa. Creció lista y estudiosa, ligeramente bella, tras su sonrisa extraviada. Llenó más de tres huchas en pocos años, nunca respondió a deshoras a sus padres y apenas dio problemas con las comidas. Dos catarros y un amago de varicela, poco más. Su presencia en la conversaciones de siempre fue testimonial. Tenia pocas y buenas amigas. Vivió alguna tierna historia de amor una en verano y dos en invierno, perdió las palabras de aquellos años y lo cierto es que jamás añoro que volvieran. Obtuvo una beca nada más a salir de la universidad y poco a poco, siendo lista y callada y ligeramente bella y con sonrisa extraviada avanzo en la vida hasta el cálido abrazo de un buen sueldo y el lejano eco de problemas no conocidos. Gastó uno de sus veranos en el Caribe. Ella y dos amigas habitaron el extraño y difuminado recuerdo de la noche y lo etílico. El ron les pobló las venas y la noche acarició sus entrañas. Volvieron felices y dicharacheras. Ellas, sus amigas, con botellas y camisetas de algodón en sus maletas, y ella, Margarita, pagando el billete de avión a un negro., que acompañaba su asiento, cogido de su mano. Le conoció en el hotel y vivió sus noches y fue tan hermoso tan extraño, tan distinto, que Margarita decidió dejar de ser indecisa y así dilucidar si la culpa era del ron o de los besos. El apenas dejó nada tras de si. Un empleo como animador de saraos en un complejo de lujo, una miseria eterna y un sueño atlántico.
Margarita regresó a su casa reclamando independencia. Agotó de excusas la paciencia de sus padres, les habló de libertad y de ya va siendo hora. Nada les dijo de su papito dominicano y nada ellos preguntaron. Ese mismo día, sin tiempo, sin reacciones, alquilaron un piso. No se fijaron en si era bello o ruinoso. Se desnudaron e hicieron el amor dos, tres, mil quinientas dos veces. No era el ron. Eran los besos. Margarita le decía Papito y él le daba besos en el hombro desnudo por la mañana y le sonreía y las mañanas eran blancas para Margarita y las noches negras y sudadas.
Vivieron la monotonía del tiempo. El encontró trabajo como camarero en un sitio de moda, la moda del color negro, la moda de los músculos y el deseo, y ella siguió avanzando en el trabajo, percibiendo sueldos, enamorada. Algunas noches, aquellas en las que se miraban cariñosamente y olvidaban por un rato la pasión, visitaban locales de salsa y allí compartían una nostalgia alegre y mágica que se vislumbraba en la forma de mirarse. Cuando bailaban lo hacían agarrados, el mejor que ella. Se rozaban sus ojos y sus pestañas. Los brazos caminaban por la misma senda. Las piernas trataban de quererse a ritmos escuchados solo de vez en cuando, extasiados en la mirada. La cintura de ella imposible de acercarse más a su cintura, la de él. Rozando miembros viriles y vaginas femeninas. Ella pensaba en su polla y en su desnudo. El la imaginaba en el cielo, sin ropa eso si. A la vuelta se querían durmiendo o acariciándose. El le arrullaba en el cansancio y le contaba historias de tribus africanas de héroes muertos que su abuela de ojos brilllantes le contaba en penumbra. Historias poco creíbles en el mundo de los centros comerciales y de las gorras de marca, pero que Margarita escuchaba beata, fiel en su abrazo, mientras poco a poco cerraba sus ojos y se dormía. Margarita soñaba entonces con mañanas blancas y con besos en el hombro.
Las cosas un dia cualquiera, más nublado que con sol, se torcieron. Tal vez la mala suerte, la torpeza o el ensimismamiento de los enamorados o un vecino cabrón que no soporta los gemidos que a él se le quedaron por el camino. Es igual. El caso es que un día sonó el teléfono y el se levanto a responder. Ella portaba sabanas de seda como toda vestimenta. El mostró su desnudez al aire y recogió la mirada de Margarita que lo quiso locamente en ese momento como en tantos otros.
El sonido de teléfono anunció la llamada con mayúsculas y estruendo. Es el servicio de inmigración mamita, que me dicen que me vaya mamita (el sonreía mientras sonreía) ¿te casas conmigo mamita y no me voy?. Y entonces a saber que pensó Margarita que cable se le cruzó en ese momento para quedarse callada y más blanca que nunca, desojarse a si misma recordando, que mal momento para hacerlo, que era indecisa y que le costaba hablar de futuros hasta la muerte. Y papito se resignó como se resignan los que nacieron pobres y resignados a hostias y no soltó la sonrisa en la boca ni siquiera cuando colgó sabiendo ya la fecha del último adios, que no compartieron juntos, sin reprocharla y sin decirla. Él, regresó en un avión y a su lado volaba una niña de 8 años que iba a reunirse con su divorciada madre. Los dos se rieron mucho el uno con el otro. Los dos tenían tristes los ojos.
Margarita vive y trabaja y se compró una casa bonita y soleada, sin ruinas ni ecos que pidieran ser ensordecidos. Ve regularmente a sus padres y sigue queriendo a sus pocas amigas que lo son porque no preguntan lo que ya saben. Sigue siendo callada y ya no comete el error de creerse segura. Desde aquel avión de despedida solo ha besado a un hombre que no dejo de ser un espejismo y lo repudia todas las noches, mientras rememora la caña de azucar y detesta el whisky. Mientras asiente cuando se dice una y otra vez que en ocasiones solo hay una oportunidad para ser valientes. Sueña en islas caribeñas y se pregunta dos cosas. Por que y por que. Añora todas las mañanas su besito en los hombros desnudos. Margarita se marchita. Echa de menos.
Margarita regresó a su casa reclamando independencia. Agotó de excusas la paciencia de sus padres, les habló de libertad y de ya va siendo hora. Nada les dijo de su papito dominicano y nada ellos preguntaron. Ese mismo día, sin tiempo, sin reacciones, alquilaron un piso. No se fijaron en si era bello o ruinoso. Se desnudaron e hicieron el amor dos, tres, mil quinientas dos veces. No era el ron. Eran los besos. Margarita le decía Papito y él le daba besos en el hombro desnudo por la mañana y le sonreía y las mañanas eran blancas para Margarita y las noches negras y sudadas.
Vivieron la monotonía del tiempo. El encontró trabajo como camarero en un sitio de moda, la moda del color negro, la moda de los músculos y el deseo, y ella siguió avanzando en el trabajo, percibiendo sueldos, enamorada. Algunas noches, aquellas en las que se miraban cariñosamente y olvidaban por un rato la pasión, visitaban locales de salsa y allí compartían una nostalgia alegre y mágica que se vislumbraba en la forma de mirarse. Cuando bailaban lo hacían agarrados, el mejor que ella. Se rozaban sus ojos y sus pestañas. Los brazos caminaban por la misma senda. Las piernas trataban de quererse a ritmos escuchados solo de vez en cuando, extasiados en la mirada. La cintura de ella imposible de acercarse más a su cintura, la de él. Rozando miembros viriles y vaginas femeninas. Ella pensaba en su polla y en su desnudo. El la imaginaba en el cielo, sin ropa eso si. A la vuelta se querían durmiendo o acariciándose. El le arrullaba en el cansancio y le contaba historias de tribus africanas de héroes muertos que su abuela de ojos brilllantes le contaba en penumbra. Historias poco creíbles en el mundo de los centros comerciales y de las gorras de marca, pero que Margarita escuchaba beata, fiel en su abrazo, mientras poco a poco cerraba sus ojos y se dormía. Margarita soñaba entonces con mañanas blancas y con besos en el hombro.
Las cosas un dia cualquiera, más nublado que con sol, se torcieron. Tal vez la mala suerte, la torpeza o el ensimismamiento de los enamorados o un vecino cabrón que no soporta los gemidos que a él se le quedaron por el camino. Es igual. El caso es que un día sonó el teléfono y el se levanto a responder. Ella portaba sabanas de seda como toda vestimenta. El mostró su desnudez al aire y recogió la mirada de Margarita que lo quiso locamente en ese momento como en tantos otros.
El sonido de teléfono anunció la llamada con mayúsculas y estruendo. Es el servicio de inmigración mamita, que me dicen que me vaya mamita (el sonreía mientras sonreía) ¿te casas conmigo mamita y no me voy?. Y entonces a saber que pensó Margarita que cable se le cruzó en ese momento para quedarse callada y más blanca que nunca, desojarse a si misma recordando, que mal momento para hacerlo, que era indecisa y que le costaba hablar de futuros hasta la muerte. Y papito se resignó como se resignan los que nacieron pobres y resignados a hostias y no soltó la sonrisa en la boca ni siquiera cuando colgó sabiendo ya la fecha del último adios, que no compartieron juntos, sin reprocharla y sin decirla. Él, regresó en un avión y a su lado volaba una niña de 8 años que iba a reunirse con su divorciada madre. Los dos se rieron mucho el uno con el otro. Los dos tenían tristes los ojos.
Margarita vive y trabaja y se compró una casa bonita y soleada, sin ruinas ni ecos que pidieran ser ensordecidos. Ve regularmente a sus padres y sigue queriendo a sus pocas amigas que lo son porque no preguntan lo que ya saben. Sigue siendo callada y ya no comete el error de creerse segura. Desde aquel avión de despedida solo ha besado a un hombre que no dejo de ser un espejismo y lo repudia todas las noches, mientras rememora la caña de azucar y detesta el whisky. Mientras asiente cuando se dice una y otra vez que en ocasiones solo hay una oportunidad para ser valientes. Sueña en islas caribeñas y se pregunta dos cosas. Por que y por que. Añora todas las mañanas su besito en los hombros desnudos. Margarita se marchita. Echa de menos.