El centro del lago de la luna

Una pequeña Republica del desconcierto y la desazón.

jueves, octubre 06, 2005

Vamos de paseo

El sábado no pudimos salir a pasear. Había llovido y los charcos nos nos dejaban. Me llevo, os llevo hoy, en un Madrid sin prisas y sin tiempo. Pasadlo bien.

Comenzamos comenzons empezamos empezons. Dejamos el coche en Ventura Rodríguez y nada más dejar el coche nos despierta la lástima un papelito de caramelo leproso que se arrastra por la acera. Sobre un balcón reposa y nos mira un vecino en mangas de camisa. No es de verdad. No existe. Sólo lo inventó Camus para angustiarnos. Un piso más arriba, un balcón más a la derecha ondea un molinillo fura de tiempo. Coquetea con los vientos de la memoria y juega con las luces a que vive otra vez en las manos de los niños inocentes. Todo el mundo tiene derecho a soñar (porque es gratis, porque duele) y él lo hace y se engaña. Es hermoso como baila. Es terrible su soledad.

Ya hemos llegado a la Plaza de España. Unos adolescentes le exigen al tiempo que pase pronto. Se visten de mayores y pintan de noche a la tarde. Hago el amago de acercarme, de estrujarles los sesos, de decirles que no le pongan prisa. Luego me arrepiento. Uno de ellos me mira de malos modos y yo no tengo ganas de que me toque una ostia en la tómbola. Delante del homenaje a Sancho y Quijote, tres ciclistas que hablan misterios miran un punto indeterminado más allá de sus cabezas. Alonso se dirige a Sancho con la mirada encendida de nuevo. “¿No son sino brujas quienes nos contemplan y nos burlan subidas a horcajadas en tétricas escobas del Averno, mi buen Sancho?”. “No empecemos otra vez mi señor, no empecemos”, murmura Sancho no sin cierta resignación.

En Bailén hay turistas y hay extranjeros. Un extranjero para que me entendáis es un turista pero sin cámara de fotos y menos sonriente. También pasean lugareños. Es curioso. Los lugareños quieren ser turistas, y así viajar. Los turistas quieren ser lugareños, y ser de allí. Nadie quiere ser extranjero. Puta palabra.

En la Plaza de Oriente, Franco y los Reyes, salen a sus respectivos balcones (uno desde el Teatro y los demás, en formación en el Palacio) y se dirigen desgarbados e hipócritas saludos. Solo coinciden en ligeros mohines de desagrado por la plebe que les rodea y no les o ve o ni siquiera les conoce. Franco no puede entender por qué los modernos se tiñen el pelo. Hay cabellos rojos, los hay amarillos e incluso alguno es violeta (mierda de combinación, gruñe el General, pero bajito, que no está el horno pa bollos). Verdes no hay ninguno. Sólo el césped, y las sandalias de una pérfida albionesa, que enseña mucho pie y mucha pierna. Si Carmencita levantase la cabeza, piensa. No que no la levante, que tenía muy mala leche, se ríe quedamente Franco, disimulando la sonrisa traviesa en una manga cuajada de gloria y de patria. Pronto se le acaban las ganas. Tanta gente y sin vitorear le deprime. Si es que no tenía que haber salido hoy, te lo dije, le espeta a Santa Teresa sin que ella le responda, transida y sin brazo que está la pobre. Los reyes siempre han sido mucho más campechanos, pero esto ya es libertinaje. Algunos turistas se cogen de las manos para amarse. Otros turistas se tumban y se frotan. Que escándalo proclaman las excitadas reinas. Que vergüenza responden los lujuriosos reyes. Hay un cardenal, pero el no dice nada, hace tiempo que se murió y aún no ha visto a Dios por ninguna parte. Se está empezando a mosquear

Entramos en el Viaducto y olvidamos la Almudena. Las almas de los condenados que un día se arrojaron desde allí nos acompañan respetuosamente y únicamente se hacen notar porque están cantando una isa. Les pregunto pero no dan razones de un comportamiento tan peculiar. A lo mejor es por que en las Canarias está el Paraíso. A lo mejor es por otra razón. Los muertos son muy suyos, ya se sabe. Uno de ellos se acerca y me dice al oído dos secretos. Uno. La muerte es hermosa y está mucho más entradita en carnes de lo que su anoréxica alegoría pretende. Dos, en el Infierno, si es que hay (no pondría la mano en el fuego, dice descojonado), no hace calor. Les despido que vamos con prisa. Se van, que tienen cosas que hacer. Tengo que enseñaros como el sol se amodorra sobre los cristales que tantas cosas vieron: a los lampareros encendiendo con cuidado aquellos globos llenos de gas por entonces, las bombas que Madrid devoró vomitadas por la Guerra Vil. Mala, le gritamos. Se va el recuerdo. Un beso para las abuelas viudas y otro para los abuelos desconocidos. Quedan los hermosos tejados que obligaron a Hache a volverse a Buenos Aires.

Entramos en el Madrid de los madrileños de estirpe. El país de los gatos, la tierra de los chulapos que lo son por herencia y por parto. A la derecha, las Vistillas. A la izquierda, la Latina y enfrente una novia llega tarde a San Francisco, dispuesta a decir que si a Dios, a su novio y a quien se le ponga por delante. Ya estamos en la Puerta de Toledo, donde se cita con otro la mujer que yo más quiero, que dice la copla. Bajamos por Pontones que está poblados de rojos y de blancos. En el Martín aún hay tiempo para una cerveza cansada y una felicidad atropellada. Podemos hablar de mil cosas en un minuto. Lo justo para llegar al Calderón, donde ya huele a desgracia. Yo me meto dentro y bien acompañado. Nos vemos otro día.

Sed felices