Yo pensaba que tenía una escalera de caracol en mi casa y resulta que lo que he tenido durante todo este tiempo es un caracol de escalera. Supongo que no os explicáreis como no pude apreciar la diferencia antes, pero es que los caracoles de escalera son en todo iguales a las escaleras de caracol hasta que, quien sabe por qué (es realmente dificil ponerse en su lugar) se manifiestan diferentes y entonces ya no hay remedio. Mi escalera, digo mi caracol, era de hierro forjado, pintado de negro y tremendamente incómodo, pero el otro día mientras perdía mi tiempo delante de la televisión escuché un ruido (como de serpiente, como de reptante), y al ir a comprobar de que se trataba me encontre con un caracol más grande que yo, de hierro forjado, pintado de negro y no se si incómodo, porque del susto que me llevé no intenté averiguarlo. El caracol, con su casita y sus antenas, con su olor a moho y a mazmorra me miraba sin decirme nada y sin moverse.
Mis piernas me traicionaron, pensé que el dichoso bicho acudía para vengar los genocidios perpetrados contra sus congéneres frutos de felices comilonas en las que no reparé en remordimientos a la hora de devorarlos. Recordé los innumerables caracoles de los que di cuenta en Lleida servidos a la plancha con un poco de alioli, o en Madrid con su guisito y su picante o en Jijona, blancos, pequeños, sabrosos y creí que mi fin había llegado y que el coracol tomaría cumplida revancha contra mis crímenes.
Nada de eso ocurrió. Se quedó petríficado (o metalizado mejor dicho) y sólo quería (aunque no me preguntéis porque lo se) contagiarme la mirada y confesarme un secreto y con la misma pachorra con la que había llegado cogió la puerta y se fue, no se si harto de aguantar nuestras pisadas arriba y abajo o sencillamente porque le hicieron una oferta mejor en otra casa de menos trasiego. El caso es que no he acertado a explicarle a mi mujer ni a mis hijos el por qué, de repente ya no hay escalera y solo hay hueco. No quería que me tomaran por loco si les decía lo que de verdad había visto. Llamé a un forjador de buena familia y con referencias, comprobé que era escalera y no caracol ofreciéndole hojas de lechuga sin que la escalera se inmutase y dí por liquidada la experiencia y sin embargo mi mujer me dice que camino y hablo y como mucho más lento que antes y mis hijos se asustan cuando me ven masticando las hojas de los geranios o dejo babas a mi paso, pero es que yo no puedo confesarles que su mirada me hizo un poco más caracol y un poco más sabio y es que el secreto que me dejó era que cuanta más prisa nos damos, más pronto nos morimos. Y en esas estoy...
P.D - Y menos mal que no hay escaleras de cangrejo o de codorniz, que con la mala leche que se gastan esos, no van a dejar pasar ni de coña el que me haya comido todos los caballeros de su especie que he podido y algunos más y con sus respectivas pinzas y picos, pueden hacerme un siete de mucho cuidado. Andaos con ojo con lo que comeis que el que avisa no es traidor.
Esta historia no está basada en hechos reales. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Durante su redacción no fue maltratado caracol alguno.