El centro del lago de la luna

Una pequeña Republica del desconcierto y la desazón.

martes, diciembre 27, 2005

Gaviotas

Puerco, miserable, hijo de puta. Su marido con vocación de ex

Puercos, miserables, hijos de puta. Sus hijos que la traicionaron creciendo.

Puerca, miserable, hija de puta. Su vida. Bastarda, además, ya puestos

… el mar – dijo el anciano

Qué preguntó ella, que ni lo escuchaba ni lo intentaba siquiera. El mundo se había reducido a dos años. Una vida cortísima y amarillenta. Solo mentarle la opción de una felicidad futura y saltaba ella con las manos en garras y la mirada cargada de veneno. Una amiga le recomendó que diese un giro. Ya que no quieres hablar de psicólogos te paso el teléfono de una residencia que lleva una prima mía. Al parecer allí admiten voluntarios que vayan a hacerles compañía a los viejitos. Prueba anda, que te vendrá bien que no hay un Dios que te aguante.

Ni ella misma y por esto llamó y acudía puntualmente dos veces a la semana. Seis meses ya desde que los viejos le hablaban y ella, a lo suyo, viviendo a dos años de cualquier día.

Que nunca he visto el mar, repitió el anciano, con la risa moldeada por su condición de fumador impenitente que se regodea de cada cigarro que las autoridades sanitarias (o las enfermeras) le reprochan.

Aquel anciano había habitado el infierno toda su vida o eso decía él. Le escogieron para nacer un campo de esos que solo dejan paso a la azada de buena gana cuando se trata cavar tumbas. Un pueblo que acude aplastado a la dura controversia que se gastan entre viento y el sol para saber quién es más cabrón que el otro. Hasta que un día se me inflaron los cojones y mandé a tomar por culo toda esa miseria, le contó el viejo. Calla ya Marisa yo hablo como me da la gana, le respondió a la gobernanta que le afeaba el vocabulario. Si te muerdes la lengua te envenenas, mala pécora, dijo por lo bajini, pero sonriendo, hasta que terminaba sentenciando: “la lástima es que no supe hasta que fue demasiado tarde que los edificios no tienen ninguna maldad que envidiarle a la intemperie”.

Otras veces, cuando nublaba el día solía relatar amores en singular. El sólo había conocido uno “y me quitó el hambre para los restos”, apostillaba, bromistas los ojos y los ademanes. Luego ya se le quitaban las ganas de risa y muy serio, le revelaba con voz de secretos “yo tenía la mujer más callada del mundo” y cuando afuera llovía mucho y la luz de la sala apenas era una sombra, el añadía, la voz partida, “pero cuando los años se me la llevaron, fue el mundo entero el que se quedó mudo”. El hombre siempre tenía los ojos brillantes y en aquellos instantes de penumbra, más encharcados, mucho más azules. Dolían luz.

A ella por fin las ganas le hicieron sonreír. Poco, nada de tiempo después, el aliento del mar le ahogó la angustia y los gritos de las gaviotas silenciaron poco a poco la estridente voz que no le dejaba dormir. La arena le acariciaba las palmas de sus manos. Moría la niña de dos años y regresaba la mujer espléndida de más allá de las cosas.

A su lado el anciano callaba con un cigarro en la boca y los ojos definitivamente charcos, infinitamente azules. El mundo le devolvía las palabras que el tiempo le había arrancado. El mar las posaba justo delante de sus pies descalzos con forma de espuma y de sal. Palabras de mar, palabras salinas. Te hubiera gustado… pensó el.