El centro del lago de la luna

Una pequeña Republica del desconcierto y la desazón.

martes, agosto 08, 2006

Balbuceos


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Cuando el viejo descubrió a la niña, estaba dormida y abrazaba un libro de cuentos. Se lo habían regalado sus padres justo antes de que ocurriera lo que a veces ocurre. El viejo la cogió entre sus brazos y la llevo hasta su cabaña. La dejó suavemente sobre el catre. La metió dentro de la cama y la arropó. Espero despierto mientras la niña dormía.

Cuando despertó, la niña se puso a llorar desconsoladamente y nada de lo que el viejo hizo, sirvió para calmarla, hasta que abrió el libro de cuentos, los mejores cuentos del mundo se titulaba, y con voz de adormidera le contó el primero. La niña cada vez lloraba menos, luego hipaba con los mofletes llenos de churretones. Luego abrió mucho los ojos. Después los cerró y se quedo dormida.

Todas las noches el viejo leía uno. El segundo, el tercero, el último y vuelta a empezar sin peligro de cansancio. Mientras el viejo narraba con voz de viento la niña ronroneaba entre las sábanas. Los lobos aullaban tan lejos que no podían asustar. Ninguno de los dos echaba de menos a los gallos. Castañeaba el fuego al iluminarles, les adornaba la cara de destellos y también de sombras de las que no daban miedo. Durante esos instantes el mundo era un lugar un poco más suave. No mucho. Solo un poco. La niña dormía y el viejo esperaba, a veces fumando, a veces con los ojos brillantes.

Tiempo después, cuando la niña era menos niña y el viejo más viejo si cabe, la niña que ya no lo era, al despertar, encontró al viejo dormido. Nunca más volvió a abrir los ojos. Mientras la niña lloraba, mientras se moría de sed sin importarle, una vieja entró en la cabaña. Vengo a enterrar a mi hermano dijo con voz de pergamino y mucho cansancio en las manos. Luego me iré dijo más bajito y antes del silenció concluyo. No llores niña y lo decía mientras le mesaba los cabellos y lograba serenarla un poco. Entre la niña y la vieja cavaron una tumba y depositaron al viejo dentro de ella, con la ternura que les concedieron sus escasas fuerzas.

Cuando la vieja se dispuso a irse, la niña que ya no lo era, le pidió que le leyese un cuento. La vieja accedió en silencio, con un leve movimiento de cabeza. Tenía la voz de su hermano solo que distinta, más bella, más lejana. Y la niña escuchaba y lo hacía con el gesto extrañado. Cuando acabó la vieja, la niña que ya no lo era dijo “ninguno de los cuentos que me leyó tu hermano eran como el que me leíste”. La vieja, la sonrisa gastada, el tiempo en la espalda, le dijo, en un susurro tembloroso “mi hermano no sabía leer”. Y lloraban las dos juntas. Y seguían haciéndolo cuando ya lloraban separadas.

Un día la niña que ya era mujer encontró un bebe con un libro entre los brazos. Se lo habían regalado sus padres justo antes de que ocurriese lo que a veces ocurre. Por las noches la mujer que ya no era niña leía de un libro o leía de otro y espantaba a los miedos y repelía a los espantos. Sonaban los lobos lejos. Cuando el bebe dormía la mujer esperaba, a veces fumando, a veces…

Tampoco ella sabía leer