El centro del lago de la luna

Una pequeña Republica del desconcierto y la desazón.

jueves, noviembre 16, 2006

Charcos

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Estaba el hombre en una calle nocturna, no muy bien asfaltada, no muy bien iluminada, no muy buena calle y contempló su rostro estancado en un charco, sucio y excesivamente pálido (el charco, el rostro). No es que saber que las cosas iban mal fuera especialmente difícil, pero por alguna razón ese charco de mierda aún las acusaba más. Así que decidió dejar de mirarse como primer paso hacia la solución. Y como primer paso hacia el fracaso sintió en la espalda que algo había cambiado. Trató de escapar sin éxito y se dio la vuelta con el porte vencido y la derrota en las manos.


Miró hacia el cielo de donde vienen las desgracias y nada vio salvo alguna estrella que se había sublevado contra la contaminación lumínica. También miro a los lados esperando la helada silueta de la muerte u otra cosa peor. Y miró hacia el suelo más por cansancio que por otra cosa. Y allí se encontraba el motivo en el mismo charco que lo comenzó todo. En el se había quedado el reflejo de su cara. Y desde allí le miraba aterrorizado. Normal la cosa no le pareció y se abrazo con cierto punto de desesperación a la posibilidad del espejismo dedicando al insignificante trocito de agua toda clase de grotescas muecas, pero por más payasadas que hizo, el reflejo solo mostró miedo y no le reflejó ninguna. Trato de hablarle sin que la sombra le respondiese y cuando se le terminaron las respuestas que nunca tuvo, se derrumbó sobre un bordillo mojado y viscoso. Si es que me pasa de todo coño, se dijo.


De los lados no viene la muerte pero si los coches. Uno cualquiera, uno con faros, de estos que en días de lluvia deja un prolongado rastro de eses a su lado. Uno que pasa y pisa los charcos y los deja en las ropas o sobre las aceras. Y así pasó que el charco fue pisado y el rostro desperdigado en miles de gotas unas en un sitio y otras en otro, mojados todos ellos. El hombre que yacía vencido, se irguió sobre sus restos presto a vengar afrentas y a deshacer entuertos. Una cosa es que el fuera un escombro y otra muy distinta que cualquier imbecil que se hubiera sacado un carnet de plásticoen una cochambrosa autoescuela tuviera ningún derecho a tratarle de aquella manera. Así que encontró fuerzas y rodillas y agachado buscó (debajo de las papeleras y sobre los adoquines, en algún portal meado y en las rayas macilentas de un paso de cebra pintado hace muchos años), gotas que en lugar de ser incoloras, inodoras e insípidas como toda la vida de díos habían sido (salvo en las riadas) tuvieran un tono encarnado, olieran a lo que el olía, bien o mal, y supieran a lo que un cuerpo humano sabe. Y descubrió muchas, alguna perdida en el pelaje de un gato negro que le araño el cuello, remiso a la devolución. Otras formando parte de otros charcos tan insignificantes como el primero. Una en la punta de su zapato y unas cuantas sobre la pana de sus pantalones. Y las fue reuniendo en aquel bache patria chica del charco y ellas no sin cierto alboroto se fueron buscando su sitio. Tiempo después, ni mucho ni poco, solo más tarde, casi todo estaba en su sitio. Faltaba un mechón de pelo y el lóbulo de la oreja izquierda pero nada demasiado grave.


Y el hombre miró y su reflejo, más calmado, sonreía. Recordó el tiempo que había pasado. Ni mucho ni poco. Solo tiempo. Decidió regresar dando un paseo. Es posible que le devolviera la sonrisa al reflejo alguna vez. Me tuve que ir a hacer otras cosas y no lo vi.


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