El centro del lago de la luna

Una pequeña Republica del desconcierto y la desazón.

viernes, octubre 19, 2007

Marineros

Es curioso que habiendo nacido en el pueblo y sin haber salido de él más que en dos o tres ocasiones, nadie pudiera dar fe de sus orígenes, y solo recitaran rumores que un día juraban que había sido pastor y al dia siguiente aseguraban que era el hijo bastardo del viejo marqués, sin que hubiera duda en niguna de las dos fábulas. Nadie conoció a sus padres y muchos ni siquiera le recordaban una infancia, un juego o malas notas ni como ganó sus primeros dineros ni como tomó posesión de sus vidas sin pedirles permiso.

El caso es que lo hizo. Compró tierras a precio de miseria después de la gran sequia que les dejó a todos en la ruina. Y fueron cayendo una tras otra, primero la periferia y luego las afueras y alguno pensaba que el mundo también sería suyo o el cielo o el mar del que hablaban los chamarileros. En las tierras que fueron de sus padres ahora trabajaban ellos como invitados y sudaban hasta que el sol moría para sacar cuatro cochinas monedas, de las que tres quedaban para su dueño. El Patrón frecuentó por igual politicastros y púlpitos y en todos ellos cultivó amistades de cartón piedra a las que prendía fuego en cuanto le dejaban de interesar, sin quemarse nunca. No le conocieron mujer ni mucho menos amigos, no frecuentaba las tabernas ni los lupanares, nunca pasó por el casino en el que dejaba cuantiosas donaciones y no devolvía los saludos las pocas veces que se le veía por las calles. Se hizó construir una casa mucho más grande que la del viejo marqués en la que solo habitaba él y un guardés si cabe más hijo de puta que el patrón, hombre de pocas palabras y escopeta parlanchina. Hablaba pocas veces, las más de ellas a través de testaferros, hombres gordos de ciudad que advertían de las consecuencias de los impagos, mientras sudaban y bebían copiosamente y dejaban tras de si un olor tan rancio como la angustia de los vecinos.

Por ello en el bar los hombres juraban e inventaban mil muertes y enarbolaban azadas y hachuelas y hacían apuestas acerca de quién entre ellos le hundiría su maldita cabeza de una puta vez. Y todos miraban al Mario, un maldito bastardo, haragán y bravucón, que no dudaba en romperle la crisma a la concurrencia por mirarle o por no mirarle, por hablarle o por guardar silencio. Pero cuando pasaba el coche del Patrón Mario era el primero en agachar la cerviz y con el, el resto, acostumbrados a ver la tierra, a morder la tierra, a enterrarse en ella sin dejar nombre ni legado. T

En los lechos conyugales ellas susurraban sortilegios y ellos se empitonaban mientras cabalgaban sobre sus mujeres a las que les juaraban justicia antes de llegar al orgasmo. Pero luego ellas se quedaban con la promesa y sin el orgasmo, con los ojos encendidos como las hascuas del brasero que malamente calentaba la alcoba. Se dormían agotadas, despertaban renegando de sus sueños nocturnos ante la avasalladora certeza de un día de trabajo eterno y detestando sordamente al canalla de su marido, poco hombre por la noche y poco hombre por el día.

Un vecino, ni mas ni menos valiente que sus paisanos, pero quizás más hambriento, más harto o más cansado le juró al patrón, la voz elevada y las venas encendidas, que su muerte sería larga, que se pudriría en el infierno y que el dedicaría su eternidad a reirse de sus tierras y de su mala baba. Y los paisanos celebraban la hazaña como la de una caballero medieval y le invitaban a frascas de vino y reían más fuerte que lo cotidiano, pero no faltaba el aguafiestas que recordaba la respuesta del viejo demonio "Una persona habrá que me llore y sus lágrimas apagarán tus llamas, imbecil" y reía bajito, el viejo demonio, y esa risa asustaba más que ese infierno del que tanto se hablaba. El hombre apuró su noche de gloria y por la mañana apareció con los sesos reventados, ya fuera por rendición o por conquista, lo mismo daba en aquellos tiempos.

Hasta que llegó el día en el que las campanas anunciaron la muerte del tirano, proclamando su condenación eterna y nunca fueron más alegres que entonces los, tañidos de los difuntos. Vistieron las mujeres las ropas de fiesta y algunos hombres se pusieron colonia y unos en un lado y otras en otro, sonreían el sermón del atribulado sacerdote, celebrando calladamente las fechorías que los demonios y demás pestes depararían al alma del viejo cabrón.

E iremos todos a comprobar que queda bien muerto y enterrado, y si se levanta le vuelvo a tumbar de una pedrada, decía el Mario, ahora si con la cabeza estirada, y todos reían el disparate como cuando eran niños y reir no suponía un trabajo. Y si hay alguien que llora le arrancamos los ojos, que el tirano solo merece sangre y cal y no pucheros. Gritaban todos eufóricos, camino del cementerio, detrás de un viejo cajon de pino, del olor de las mulas y de la cruz de plata, como si de una romería se tratase. Ni siquiera el alcalde ni la fuerza pública imponían el respeto debido al finado, bien muerto estas musitaban, pero muy bajito, no fuera a ser que le diera por levantarse y ponerles a todos en su sitio.

Y sin embargo les pesaba un miedo, cosa que a nadie sorprendía, porque el miedo y la miseria eran sus mas devotos compañeros. Miraban asustados los ojos de los vecinos y respiraban tranquilos por hallarlos tan secos como siempre, secos como sus tierras o como sus entrañas, ardientes y odiantes, como debía de ser. Por eso cuando apareció aquella mujer, tan mayor como macilenta, el miedo se les convirtió en una soga que les estrujó el cuello y las tripas el. Y la abrieron paso mareados por el olor a desgracia que dejaba tras de si la vieja chocha. No les sorprendió hallar cristales en los gastados ojos de la mujer, tan pequeñita, tan cobijada detras de un chal de lana herrumbrosa. El sueño se les rompió tras el retrato de tristeza que aquella mujer pintaba. Ninguno de ellos sabía nadar lo suficiente como para evitar ahogarse tras aquellas lágrimas aquellas y donde habían jurado tormenta, solo les quedó lluvia. Los golpes se quedaron en miradas, más de asombro que de odio y los gritos murieron en silencios que solo profanaban sus pies, arrastrandose por el camino de vuelta.

Los ojos de las mujeres regresaban grises como las cenizas de los braseros que nunca terminaron de calentar la alcoba.

lunes, octubre 15, 2007

Teología

La diosa negra deja caer su vestido de seda que se posa sobre el suelo sin hacer ruido y lo único que separa a Fidias del abismo es el cinturon de anillos de plata que le recorre la cintura y le delata el pubis. Pezones de chocolate puro se yerguen eniestos ante sus ojos y la boca se le hace agua, ahogando las castidades. Nada es más cosmico que la diosa desnuda, ni siquiera su erección inmensa y descarada, que la señala sin recato.

Su cabello es la selva. Sus ojos las fuentes del nilo. Sus pechos las colinas de la infancia. Su coño el paraiso del que un día desterraron a los hombres. El cinturón de plata la única realidad que le separa del sueño. No se le ocurren más metáforas de tan desnuda como está la musa.

Se acerca la diosa y no suenan sus pasos, solo sus anillos y Fidias siente algo parecido al miedo, mitad por expectativas, mitad por supersticiones. Se tumba la diosa junto al cuerpo tembloroso de un tal Fidias y le arrebata la vida con su mirada. Toca la lengua de la diosa la nariz de un hombre que quizás una vez se llamó Fidias y le concede la existencia, regalo y venganza, del que solo los dioses saben. La diosa toma una de las manos del hombre y le deja esculpir sus divinas tetas. La diosa usa la otra mano para acariciar el miembro de la sombra que gime a intervalos precisos. Después la Diosa escala a Fidias y le permite blasfemar con libertad, mientras follan desmesuradamente. La diosa resucita en medio de un orgasmo furioso y cae con estrépito sobre las plumas de un ganso muerto. Esta vez si hace ruido. Esta vez existe.

Fidias despierta con el primer rayo del alba. No le causa sorpresa comprobar que ya no está la diosa. Los sueños le revelaron el tintineo de unos anillos de plata que se marchaban sin mirar atras. A pesar de ser un hombre racional no puede evitar un pellizco, llemenlo incertidumbre, llamenlo soledades. Desnudo se levanta, mira al sol y le insulta y luego pide perdón por su osadía y jamas vuelve a entremezclarse en cosas del cielo, tan grandes, tan hermosas.

Una mujer completamente desnuda pasea noventa kilos de desatadas lorzas por una habitación oscura de una ciudad cualquiera. Ríe con gozo y sin mesura y devora la mirada de un hombre que desde la cama contempla goloso su humanidad inmensa, mientras cuenta, con voz de bourbon y tabaco de picadura, las historias de las diosas prostitutas que, por una sola noche, regalan su cuerpo a desgraciados mortales a cambio de sus almas por toda la eternidad. Pronto la mujer hace lo propio y goza divinamente de los dones de su hombre, que se esmera en adorarla al menos, mientras su mortalidad se lo permita.

Quizás suene tambíen la plata en esa habitación sin apenas aire y con poca luz.